En el pasado mes de junio, y justamente en Córdoba, mi ciudad, llegamos a la simbólica cifra de 1000 mujeres asesinadas por violencia de género, si tenemos en cuenta el recuento oficial de víctimas que se realiza desde 2003. Desde entonces, lamentablemente, el número no ha dejado de crecer. Un número que es de víctimas, pero también de asesinos. Es decir, desde el año 2003 más de 1000 hombres han asesinado a sus mujeres o compañeras. A los que habría que sumar los cientos de miles que las han maltratado física y psicológicamente. Todos estos delincuentes solo tienen un elemento en común: son hombres. Hombres machistas. Los hay de todas las edades, clases sociales, formación o nacionalidades. Lo único que comparten es ser parte activa de una cultura en la que nosotros tenemos el control y el dominio sobre las mujeres, sobre sus cuerpos y su sexualidad, sobre sus trabajos y sus capacidades. El contrato sexual sigue siendo la base de un pacto social que sigue estableciendo divisiones jerárquicas entre lo masculino y lo femenino, y que además justifica y normaliza el uso de la violencia por parte de la mitad, la nuestra, sobre la otra mitad, la vuestra.
Ante esta dramática realidad, que hace que nuestras democracias sean imperfectas en cuanto que las mujeres viven una ciudadanía devaluada y en permanente peligro, es necesaria una auténtica revolución. Empiezan a sobrar los minutos de silencio, los golpes de pecho institucionales y el mercadeo electoral. Falta una transformación política que permita que mujeres y hombres seamos considerados equivalentes, con iguales oportunidades y derechos, de manera que las dos mitades se cuiden, se reconozcan y se abracen.
Esta transformación, que es la que hace siglos lleva reclamando el feminismo, exige de manera urgente que los hombres no solo nos posicionemos a favor de la igualdad y en contra de la violencia, sino que revisemos la masculinidad en la que hemos sido forjados y la cultura machista en la que hemos sido educados y de la que somos cómplices. Todos y cada de uno de nosotros, aunque individualmente no seamos violentos, ni maltratadores, ni agresores sexuales, ni acosadores, somos parte de un modelo social, político y cultural que alimenta nuestro poder y, en paralelo, la subordinación de las mujeres. Un modelo que cada día contribuimos a mantener cuando reproducimos comportamientos y gestos machistas, o cuando simplemente mantenemos silencio frente a los iguales que a nuestro alrededor son violentos, maltratadores, agresivos, acosadores, o denigran a las mujeres con comentarios, gestos y actitudes.
Tenemos que romper ese silencio cómplice, de la misma manera que tenemos que acabar con esa regla básica del patriarcado que condena a las mujeres a no tener voz. Y debemos empezar a construir otro modelo de relaciones afectivas y sexuales en las que superemos al fin la concepción de que las mujeres existen para satisfacer nuestros deseos y necesidades.
Es urgente pues una revolución feminista de la cultura, de la sociedad, de la política. Necesitamos nuevos métodos, nuevas palabras, más voces de las mujeres que enlacen las que han de escucharse en el presente con las que invisibilizamos en el pasado y con las que serán las ciudadanas del futuro.
Es urgente una transformación feminista de los hombres, que seguimos siendo educados para ser los héroes de la película.
Es urgente que una educación feminista penetre en las escuelas, en las familias y en todas las instancias que nos socializan.
Es urgente que tengamos gobiernos de mujeres y hombres feministas, con agenda y prioridades feministas, con recursos y presupuestos a favor de la igualdad, porque la igualdad cuesta y sin igualdad seguirá habiendo violencia.
Es urgente que superemos la esencia depredadora que alimenta el alma de quienes dominan el mundo y que convirtamos la ética del cuidado en el salvavidas de un planeta que pide a gritos de fuego y agua una revolución ecofeminista.
Y es urgente, aunque pueda parecer una obviedad, dejar claro que el feminismo no es una identidad, sino una práctica y que su objetivo final es construir un mundo de seres equivalentes y en el que al fin hayamos erradicado las estructuras de dominio y por tanto violentas que nos confirman a los hombres como reyes de la casa, de los países y del universo.
Es urgente porque nos va la democracia en ello y sobre todo la vida de tantas mujeres que justo ahora, en este momento, y por el hecho de serlo, están siendo violentadas, y asesinadas, en cualquier lugar del planeta.
Octavio Salazar Benítez Escritor y Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba