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Debieron alzarse como pilares sostenedores y nutrientes de su infancia para que pudiera explorar el mundo con la seguridad y confianza mínimas que se requiere durante cualquier fase del ciclo vital. Pero llegar a casa era avivar los temores, acallados solo durante su estancia en el colegio. Ahí su maestra la intuía brillante, disciplinada. Así era, en ese su reducto espacio- temporal. Se concentraba en los estudios para desconectarse de la vida.

El hombre al que llamaba papá nunca estaba satisfecho con nada de lo que acontecía entre los muros que, un día, su madre, creyó un hogar. Gritaba, insultaba, maldecía. Por aquel entonces apenas alcanzaba a entender el significado de los improperios, mucho menos los motivos que los causaban, pero sabía por la tensión gestual de su madre y el temblor que la atrapaba, que se mascaba la tragedia. Después de tanta palabra malsonante e hiriente, venían las otras heridas, las que sí se curan, las que se lamían mutuamente para que no dejaran huellas. Un día más, un día menos.

Agresor y víctima conformaron su experiencia durante los doce primeros años de su vida. Él ya ha quedado retratado. Ella quedó por años devastada por las continuas ofensas, humillaciones y brutales palizas. La última desencadenó, gracias a una vecina responsable, la denuncia que lo alejaría durante cuatro años de ellas.

Hoy, con diecisiete años recién cumplidos, me pregunta sobre si es o no una persona traumatizada, sobre sus futuras vinculaciones afectivas, sobre la relación con su madre, a la que prestaba su hombro para llorar y de la que se ha encargado personalmente de su sanación, cuando aquella no era capaz ni de salir a comprar el pan. Quiere saber si ese papel cargado de excesiva responsabilidad tiene que ver con su vivir permanentemente en alerta, con su nudo en la garganta, con sus recientes crisis de ansiedad.

Le preocupa el vínculo que ahora pretende reconstruir con ella, a base de WhatsApps, de rastreo por las redes, el hombre que les arruinó la vida. Pase lo que pase ese es tu padre, apuntaron quienes miraban sin ver, y eso la atormentó durante un tiempo. Pero el recuerdo de lo que él fue, de lo que hizo, la reubica; sabe, me dice, que quiere desligarse emocionalmente de quien tanto daño causó, no sin antes darle las gracias (nunca presenciales) por haber implantado una semilla con su nombre en un glorioso óvulo de su madre.

Ni puedo ni quiero quererlo- afirma-, todos los golpes que recibí en mi niñez me los propinó él, todos mis malestares, mis problemas emocionales los asentó él. De ahora en adelante, voy a darme permiso para no amar a quien nunca nos amó. Solo así conseguiré un visado que me ponga en contacto con las ganas de vivir, con mi dignidad, que me reconcilie con el ser humano y con la niña que fui; de últimas obtendré un salvoconducto para quererme yo.  Y marcharé, vaciando la mochila, hacia la resiliencia.

Acompáñame, me dice. Sé mi testigo.

Acepto.

Ana Infante García

Psicóloga

Sui Géneris. Psicología Género Sexualidad///Acción Social por la Igualdad